Uno no suele pensar en qué tipo de actividades físicas realizan los escritores, los intelectuales, los artistas. Sin embargo, en ocasiones éstas pueden constituir algo más que un medio para mantener o mejorar la salud, o una distracción de las adversidades que les presenta el mundo actual, y convertirse en un recurso al que acuden para despertar o estimular su creatividad. Es el caso del escritor japonés Haruki Murakami, quien hace más de 10 años publicó la memoria que reseñamos en la presente nota.
“Mientras mi cuerpo lo permita, voy a continuar corriendo”
Esta memoria De que hablo cuando hablo de correr (What I talk about when I talk about running) del escritor japonés Haruki Murakami—cuyo título está inspirado en el del libro de cuentos de Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos sobre el amor (What we talk about when we talk about love), autor a quien Murakami ha traducido al japonés—narra su vida como un escritor que corre maratones. El libro recoge varias anécdotas biográficas que muestran de qué modos insospechados e insólitos se mezclan y nutren mutuamente dos aficiones y talentos que tiene el autor: La escritura de novelas y el correr maratones. Por ejemplo, Murakami cuenta que tiene una personalidad disciplinada, perseverante y exigente. Aun cuando confiesa que no le gusta competir con otros, reconoce que es tremendamente exigente consigo mismo y se esfuerza continuamente en mejorar sus propias marcas a lo largo del tiempo. Para ello se fija metas cada vez más difíciles de lograr.
Otro de los rasgos que dice tener es ser obsesivo. Cree que esto lo ayuda a contar historias con una sorprendente exactitud, no solamente de ficción sino también reales o personales. Su personalidad obsesiva le permitiría decir con exactitud cuándo comenzó a correr (el otoño de 1982), o contar las 200 personas que lo adelantaron en un maratón en el que se quedó rezagado, o saber y recordar que cuando retomó lo que llama un correr serio—a partir de mayo de 2005, cuando entrenaba en Boston para correr el maratón de Nueva York—hacía unas 36 millas por semana o 156 millas por mes.
También cuenta Murakami, aunque eso era posible intuirlo, que es un ser solitario que cultiva con disciplina su soledad. Lo que lo hace pensar que debe caerle antipático a mucha gente. Ese amor a la soledad es una consecuencia inevitable de haber elegido como las dos principales ocupaciones de su vida el correr y la escritura, actividades solitarias que tienen como condición la soledad. Son también ambas, piensa Murakami, actividades en las que quien anhela el éxito debe cumplir con condiciones semejantes. Para escribir novelas se necesitaría tener: talento, foco y resistencia; para correr maratones, aunque no sea precisamente talento, se necesitaría un equivalente de éste que es la aptitud física innata; además de concentración y resistencia. Al explicar la semejanza entre el correr y el escribir novelas, Murakami piensa que la segunda es una actividad manual tan exigente en lo físico como el correr.
Uno descubre leyendo este libro que este autor es una suerte de monje zen para quien la diaria actividad de correr se asemeja a la meditación diaria que podría practicar el monje, buscando poner su mente en blanco. Lo que sería una de las mejores formas para prepararla para la escritura. «Yo solo corro. Corro en un vacío. O quizás debo ponerlo del modo contrario: Corro para adquirir el vacío». Este vacío parece no tener un fin en sí mismo sino ser más bien un descanso en la sucesión diaria de actividades minuciosamente programadas (escribir, revisar borradores, preparar o dictar conferencias, responder cartas, realizar traducciones, etc.), que realiza con férrea disciplina, que se suceden una a otra sin pausa y ocupan de un modo compacto su tiempo creativo y productivo. Eso que describe como el runner´s blues, que le sucede a un corredor cuando atraviesa el kilómetro 75 de un ultra maratón de 100 kilómetros pudiera parecerse a un satori, a una experiencia de iluminación que lleva su consciencia a un estado extraordinario que le dura varios meses, dejando en su cuerpo y en su alma una impronta indeleble. «Con lo que terminé fue con un sentido de letargo, antes de darme cuenta, sentí que mi cuerpo estaba cubierto por una delgada película, algo que desde entonces he definido como ‘runner´s blues’. (Aunque la sensación real de eso tiene más bien un color blanco lechoso)». Después de que le sucediera eso, el correr nunca le daría los niveles de adrenalina que hasta entonces le había producido, y habría sido ésa la razón por la que comenzó a hacer triatlones. Malo o bueno, en aquella ocasión sintió que su mente había entrado en otro lugar, un estado de vaciedad: «[U]na mente en tabula rasa que incluso podrías llamar filosófica o religiosa». De algún modo, aparece de nuevo, como resultado de este esfuerzo físico extremo y de larga duración que practica el escritor, un rasgo que lo hace asemejarse al monje zen. Abrazando en silencio como un místico la soledad mientras equilibra, con impecable e inflexible rutina diaria, largas horas de escritura con numerosos kilómetros de recorrido.
La lectura de Murakami como místico es consistente con la historia de cómo empezó a escribir novelas. Cuenta que, en esa época, entre los veinte y los treinta años, era dueño de un bar. Y de repente un día a los 29 años, exactamente a la una y media del primero de abril de 1978, cuando en un estadio de beisbol en Japón se bebía una cerveza fría y miraba el juego, decidió que iba a ser escritor. Como en el pasaje célebre del narrador de Proust sobre las magdalenas mojadas en el té de tilo, Murakami, luego de casi 30 años, ha fijado con un detalle milimétrico (gracias a una prodigiosa memoria de la que por humildad no se jacta) las circunstancias en que inicia su carrera de escritor. Recuerda que el cielo ese día estaba de un azul sin nubes y soplaba una cálida brisa; y él estaba sentado sobre la yerba tomándose una cerveza fría y, súbitamente, le asaltó un pensamiento: «¿Sabés qué? podría tratar de escribir una novela». (así, hablándose a sí mismo). Esta llegada de la vocación literaria como un soplo enviado del cielo, como un llamado a la vida monacal, emparenta el oficio de escribir con el del místico. Ambos necesitan de una disciplina rigurosa para lograr aquello que persiguen. Con disciplina monacal, los místicos hacen ayunos, ejercicios, físicos y espirituales, para aproximarse a Dios o al absoluto. El escritor, nos sugiere Murakami, debería someterse a una serie de prácticas parecidas para obtener con la mejor calidad posible el material de ficción de una nueva novela.
Con modestia, Murakami sostiene que él pertenece a aquellos escritores que carecen de genio literario y sólo, si logran perforar un hueco, cavar un vacío, dentro de ellos mismos, serán capaces de abrir el manantial para que, desde adentro la historia mane fluidamente, como si fuera el agua de un rio. «Cada vez que comienzo una nueva novela, debo perforar un nuevo agujero profundo». Aún si sólo fuera por la descripción de la serie de prácticas a las que se somete Murakami como escritor, y la semejanza que guardan éstas con el oficio de escribir, esta memoria constituye un documento clave para aproximarse a su autor. Están narradas con gran belleza algunas de las experiencias memorables de su vida como maratonista. Como aquella carrera que realizara entre Atenas y Maratón bajo el inclemente sol del verano griego. O el poético comienzo del maratón que corrió en Nueva York en 2005, cuando recordó la balada “Otoño en New York”, por Vernom Duke (It´s autumn in New York / It´s good to live it again), y la prosaica conclusión que cuenta su entrada poco triunfal en Central Park con un tiempo de unas cuatro horas por culpa de unos calambres que no lo hicieron feliz. Sin embargo, corra en cuatro horas o en menos tiempo, él sabe que mientras su cuerpo se lo permita seguirá corriendo.
Al leer esta memoria uno queda con la impresión de que, desde ese vacío que alcanza cuando corre, Murakami logra entrar, como si se tratase de un portal, a esa dimensión o ámbito extraño y diferente desde el cual parecen haber sido escritas sus mejores novelas.
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