Dicen que para conocer a Beijing o Pekín, la capital de la China hay que hacer cuatro cosas: visitar la Ciudad Prohibida, comprar una imitación de alguna marca, subir a la Gran Muralla y comer el pato pekinés. Por supuesto nosotros cumpliendo el protocolo las hicimos todas, al fin y al cabo nos agrada respetar las tradiciones, y mucho más cuando son tan emocionantes. Aquí te contamos cómo lo hicimos.
Al llegar a la estación de tren de Beijing se avista una ciudad igual o más contaminada que Shanghai. Miles de edificios en construcción se alzan por todas partes como gigantes soldados de una nueva revolución. La revolución del consumismo. Es que la capital de China no escapa al fenómeno de la apertura y el crecimiento exponencial económico que se traduce en una mayor población, más edificios, carros (se incorporan 1.600 vehículos diarios al parque de siete millones de carros actuales) y más de todo, incluida una desagradable polución ambiental. En la salida de la estación de trenes nos aguarda otra sorpresa del viaje. Al hotel Ritz Carlton viajaremos en motos retro del año 1940, unas verdaderas reliquias. Los conductores son como una banda de hampones de la mafia china, con tatuajes, cuero, botas, remaches, piercings, pañuelos en el rostro y demás detalles que los hace lucir como estrellas de una película de culto de gangsters. Nuestra entrada triunfal por las calles, avenidas y vías urbanas de Beijing nos convierte en una suerte de celebridades. Nos sobrecoge el miedo de convertirnos en una estrella de ese filme. Hasta que al fin llegamos al hotel donde nos espera en la entrada, a manera de Chateau privado, todo el personal de espléndida etiqueta y guante blanco. ¡¡¡Qué lujo!!! Sí, ahora nos empezamos a creer unos movie stars.
La rutina de ducha, desempacar maleta y cambio de ropa, la hacemos apresurados para asistir a un cóctel de bienvenida. Luego una cena en el Hotel Ritz Carlton en el restaurante italiano Barolo y nos retiramos temprano a descansar para esperar un nuevo día.
Amanezco con antojo de tomar un desayuno imperial. En verdad el buffet lo tiene todo, y sino lo consigues es porque no existe. Miro por la ventana y veo una ciudad soleada pero un tanto cubierta de ese velo gris. Al terminar nos dirigimos a la estación del metro, no hay mejor manera de conocer una ciudad que viajando en su metro, y así llegamos a La Ciudad Prohibida. El guía explica que para decir que se conoce Beijing se deben hacer cuatro cosas. Visitar La Ciudad Prohibida, comprar una copia o imitación de alguna marca, subir La Gran Muralla y comer el pato pekinés.
Y religiosamente comenzamos por la primera: La Ciudad Prohibida. Ubicada frente a la famosa Plaza de Tiananmen, donde se suscitaron las protestas pro-democracia y la subsecuente masacre de más de mil personas en el año 1989. Su Puerta Sur colinda con la gigantesca Plaza, y aunque ya creo conocerla por las escenas de El último emperador de Bertolucci, vuelvo a maravillarme ante su majestuosidad con cada paso que doy. Un Palacio que sirvió por 500 años de residencia imperial, centro ceremonial y político chino desde la Dinastía Ming hasta el final de la Dinastía Qing. Construido entre 1406 y 1420 alberga 980 edificios, 9.999 habitaciones en 720 mil metros cuadrados. Declarado patrimonio histórico de la Humanidad por la Unesco, por la importancia de su arquitectura y porque contiene el mayor conjunto de estructuras antiguas de madera en el mundo. Debe su nombre a que nadie podía entrar ni salir del Palacio sin permiso del Emperador. Al recorrer sus, casi infinitos, pasillos, portones y edificios imagino a Puyi, el último Emperador que se paseó con su corte con toda la opulencia que este palacio amerita por estos mismos patios y salones. Al terminar saliendo por los Jardines Imperiales, veo a un niño jugando inocentemente en esta inmensidad y no puedo evitar meditar sobre la grandeza y la pequeñez, lo humano y lo divino. Cuando nos retiramos por la Puerta Norte de la Divina Armonía siento que todos vamos en silencio, como en paz con nosotros mismos.
Almorzamos en Capital M, ubicado muy cerca de la Plaza Tiananmen. Un té verde y otro de jazmín, antes de partir al Mercado de la Seda, que no es otra cosa que un moderno Shopping Mall en donde cada quién descubrirá que comprará para decir que vino de verdad a Beijing. Lo que pasó en ese gigantesco centro comercial quedará en Beijing como un secreto, pero cada uno tuvo que comprar una imitación para seguir el consejo del guía.
Esa noche tocan cócteles en el Ritz y cena en Le Quai, un impactante restaurante localizado dentro del Complejo del Estadio de los Trabajadores, es uno de los favoritos del jet set de la ciudad. Su cocina es de fusión china con japonesa y con toques occidentales. Aquí espera por nosotros impaciente el famoso pato pekinés laqueado, otra de las cuatro cosas que se debe hacer en Pekín. La especialidad de Beijing. Y así en una mesa redonda asistimos a la ceremonia de comer este ilustre plato típico, con crepes y toda la parafernalia que este plato amerita. Nuevamente una larga cena para cerrar un largo día.
A la mañana siguiente me espera otra de las grandes jornadas. Es decir, cumplir con el cuarto mandamiento para decir que estuvimos en Beijing. Escalar La Gran Muralla. Al llegar al pie de esta impresionante fortificación china, me doy cuenta de que lo que es más impresionante, no son los casi 9 mil kilómetros que recorre desde Corea hasta el desierto de Gobi, con interrupciones y ramales, sino los diez millones de personas –se calcula– que murieron durante los más de veinte siglos que demoró su construcción (siglo V a.C. hasta el siglo XVI d.C.). Lo que me maravilla es el espíritu de los chinos. Esa paciencia, tesón y constancia que poseen. Aunque hoy en día la muralla no se conserve intacta en su totalidad, aún se puede ver en ella el reflejo histórico de una sabiduría y temple milenarios. Subo algo así como un millón de escalones por una pendiente extrema no apta para fumadores ni cardíacos. Al llegar a la torre de vigilancia más alta, respiro profundo y me cargo de toda la energía que proporciona esta maravilla de la humanidad. La bajada resulta por momentos más difícil que la subida, los escalones son desiguales, unos más anchos otros más angostos, otros más altos, algunos resbalosos. Ni me quiero imaginar cómo subían los soldados con pesadas armaduras en el invierno extremo.
Al bajar en un descanso más amplio de La Gran Muralla nos espera un agasajo inimaginable. Un equipo de chefs y mesoneros del Ritz Carlton Beijing, se han trasladado hasta aquí para brindarnos la experiencia inigualable de almorzar de lujo en esta magnífica obra. Un aplauso unánime. Toallas bien frías, todo tipo de bebidas y un suculento banquete con deliciosos manjares aguarda intacto ser elegido a nuestro antojo. Y en ese marco sobrecogedor de indescriptible belleza termina nuestra visita a una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno.
Cuando regresamos esa tarde al hotel, justo a tiempo para la rutina diaria del descanso de 10 minutos, nos volvemos a percatar que no podemos chequear redes sociales pues en China están bloqueadas. Esto me crea ansiedad comunicacional. Me limito a responder un par de correos electrónicos atrasados. Tomo una ducha relajante y me preparo para la última noche.
Esa velada inolvidable iremos a comer a un nuevo restaurante-galería de arte-hotel localizado dentro de un hutong, un barrio antiguo de calles angostas y casas modestas con entradas estrechas, y en las cuales todas las habitaciones dan a un patio cuadrado, centro neurálgico de la vivienda. La mayoría tienen un cuarto de baño comunitario. Localizado en el Casco Antiguo de Beijing, tenemos que dejar nuestro transporte a un lado y aventurarnos a caminar por unos callejones obscuros abarrotados de comercios vecinales, comedores sencillos, niños que juegan en la calle, bicicletas, hasta llegar a un lujoso espacio central donde se nos presenta el restaurante The Temple, localizado en lo que fue un antiguo templo budista, remodelado y recuperado por un belga para ser un área central. Rodeado de varios espacios laterales donde se ubican las nueve habitaciones y un espacio para exhibiciones de arte.
Cenamos en un largo mesón a manera de banquete, con un servicio de primera por un personal muy amable, rodeados por una iluminación enigmática (diseñada por Ingo Maurer) para crear un ambiente más acogedor en el centro del templo. El nivel de toda la cena como era de esperarse es fantástico.
Visitar China es una gran experiencia. Vivimos situaciones inimaginables. En lo que fue territorio comunista, ahora se levanta un país consumista como ninguno, siendo ya el consumidor más importante de productos de lujo del mundo y el segundo mercado del planeta. Sin duda alguna una potencia económica. Nuestra percepción sobre la China y su gente cambió. Aprendimos mucho con nuestro guía, Yin, quien se esforzó en hacernos comprender, en perfecto español, el presente y el pasado de su país. Apreciamos mucho sus comentarios, especialmente su relato de la historia reciente de China –de los últimos 30 años– narrada a través de su vivencia personal. Una manera muy emotiva de hacernos parte de ella. Es un gran país y un gran pueblo. Nuestro respeto y cariño para ellos. Aún le espera al gobierno chino una verdadera apertura política, democrática, de respeto a los derechos humanos, castigo a la corrupción, entrega del Tíbet a los tibetanos, etc. Esperamos que pronto se materialicen esos cambios tan importantes para su pueblo. Como dijo el filósofo chino Lao-Tsé: “Un viaje de mil millas comienza con el primer paso”.
Entre tanto en la memoria llevamos dibujado este viaje como un grabado de nuestra imaginación. Como un tatuaje invisible en la piel que parece decir China, el voraz dragón.
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