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El Relámpago del Catatumbo, viaje al centro de la tormenta (II Parte)

9 septiembre, 2015
Por: Texto y fotografías:Ana María Khan

Durante 260 noches al año cada sobre el Lago de Maracaibo segundo caen entre 30 y 60 relámpagos. Cada uno de ellos ilumina el cielo con la fuerza de un millón de bombillas de cien vatios creando un espectáculo meteorológico merecedor de un Récord Guinness. Un experiencia única en el mundo. Esta la segunda parte de un relato donde hay un esquimal, una pareja de australianos, un perro chow chow, un equipo de sónido gigante y mucha, mucha agua

relampago, catatumbo, maracaibopara leer la primera parte del Relámpago del Catatumbo haz click aquí

4- El esquimal

El sector en la desembocadura del río Concha se llama Chamita. A lo lejos divisamos los vestigios de lo que treinta años antes fue un pueblo. En pie, sobrevivientes de las tormentas habituales quedan apenas seis casas. El resto son pilones colonizados por la enorme variedad de pájaros del lugar.

Sobrecoge pensar en la fuerza de voluntad humana capaz de construir un hogar en medio de la nada, bajo un sol inclemente de día y a merced de tormentas eléctricas por las noches. Hoy Chamita es un sitio de paso y su mayor atracción, aparte de los pájaros, es un puesto de la Guardia Nacional Bolivariana. Un palafito grande donde, como único vestigio de tiempos acaudalados, quedan unas sillas de fibra de vidrio que remotamente recuerdan a la Dining Chair de Charles Eames. Sobre ellas tomamos nuestro primer refrigerio.

La comida es muy sencilla, pero suficiente para mitigar el hambre. Pan, queso, ensalada y un picante de leche cuyo sabor aún está registrado en mi memoria. Tuk, el silencioso, parece estar de acuerdo conmigo y formamos una logia en torno al picante. Aprovecho para entablar conversación y apenas logro descubrir que es canadiense, tiene 27 años y ha tomado para sí la misión de recorrer Suramérica a pie.

Tuk se aburre rápidamente. Me hace una extraña señal de adiós y se va. Camina por una pasarela que podemos llamar acuática y escoge una silla abandonada. Se sienta, cierra los ojos y se queda mirando, de nuevo, al sol. Tengo en ese momento una epifanía: Tuk es esquimal. Eso explica su extraña afición a las picadas de mosquito, su necesidad imperiosa de buscar el lugar más soleado, su vocación a entregarse a todos los elementos de una forma tan vertiginosa. Para alguien acostumbrado a los fríos hielos y las temperaturas de Alaska, tanta exuberancia debe resultar embriagadora y abrumadora. Y, como prueba definitiva, están sus ojos rasgados.

Alan avisa que debemos irnos. Aún nos queda una hora más antes de llegar al Congo Mirador, el más grande los pueblos de agua. Todos estamos en las lanchas, Tuk monta de último, va descalzo. Como sus piernas, las plantas de sus pies bien podrían ser también una suerte de cartografía de su itinerario.

De pronto recuerdo una carta de Soren Kierkegaard a Jette: “Sobre todo, no pierdas tu deseo de caminar: Todos los días camino hasta encontrarme en un estado de bienestar y para evitar cualquier enfermedad; caminando he logrado mis mejores ideas, y no conozco pensamiento alguno, por gravoso que sea, del cual uno no pueda librarse caminando… si uno se sienta y se queda inmóvil, más posibilidades habrá de que se sienta enfermo… De manera que si uno sigue caminando, todo estará bien”.

 

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 5- El Congo Mirador

Abandonamos la inmensidad del Lago de Maracaibo para adentrarnos en uno de los 135 afluentes que tiene. El Río Catatumbo. Eddy, nuestro lanchero sortea con cuidado una corriente mansa, pero corriente al fin. Lo hace como quien peina la cabellera de su amante, suavemente. El cause está flanqueado por palmeras y ceibas siempre habitadas por loros. Dentro del agua, junto a nosotros, a veces se dejan ver un par de Sotalias, la variedad más pequeña de delfines de río.

A las tres de la tarde arribamos al Congo Mirador. Es una pequeña ciudad sobre las aguas. Tienen calles, alumbrado (no quiero pensar en lo que puede suceder si un cable se cae), escuela, plaza, iglesia, bodega. Hay niños por todos lados, van en balsa, lancha, canoa, tobo, ponchera y cualquier recipiente hueco en el que quepa una persona. De entrada me sorprenden cuatro cosas:

1.- Descubrir que el pueblo tenga 200 años.

2.- La cantidad de perros que asoman su cabeza por la puerta de todas las casas. He llegado incluso a ver un Chow Chow. Lo que invariablemente me lleva a preguntarme: ¿a dónde llevan a pasear los perros?

3.- La fisonomía de los pobladores de Congo Mirador es muy especial. Son una mezcla extrañísima. Rasgos indígenas con ojos claros, cabellos castaños. Son además muy estilizados. Dicho en criollo, son como si Patricia Velásquez se hubiera apareado con un alemán. Más tarde, Alan ofrecerá a mi inquietud los resultados de sus investigaciones. Antes de la construcción del Lago de Maracaibo, estas aguas eran a menudo frecuentadas por embarcaciones llamadas piraguas, que comunicaban Maracaibo con el resto del país. Así es como muchos de los alemanes afincados en la ciudad e ingenieros petroleros americanos surcaron esta agua y más de una vez se llevaron algún suvenir y dejaron otro.

4a.- La luz. El Congo Mirador ademas del espectáculo pirotécnico producto del relámpago tiene la luz. En este lugar perdido al sur de un lago está la más bella del mundo. Poderosa. Capaz de dotar la pobreza del lugar de un aura conmovedora. Otorga a sujetos y cosas la profundidad que tendría el trazo de un pintor flamenco que viajó en el tiempo y se perdió en el trópico.

4b.- Un episodio curioso. Tras visitar algunas casas del pueblo, sumidas en una pobreza tal que parece el siglo XVII con coloridos implementos de cocina plásticos, radio y televisor; entré en busca de un baño a la sucursal del lujo en Congo Mirador. En otras circunstancias sería una casa clase media, pero me sorprendió ver: Chandeliers, pesados muebles de madera imitando el estilo ingles, grandes televisores, varios aires acondicionados y un equipo de sonido que ya hubiera querido para sí el Príncipe del Rap.

A punto de caer el sol, nos despedimos del pueblo. Muy calladamente me pregunto por el sentido del tiempo de estas personas que, como patrimonio tienen básicamente el paisaje. Vidas que transcurren al margen del vertiginoso ritmo de las ciudades. Me atrevería incluso a decir que del mundo.

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5- Al calor de las batallas

“Hay una grieta en todo / Así es como la luz se cuela”

Anthem

Leonard Cohen

Igor, mi profesor de yoga, solía usar una frase extraordinaria: “Para encontrar el equilibrio hay que perderlo”. Una panacea para disculpar la incompetencia de los cuerpos, pero también cualquier exceso cometido. Lo cierto es que la medida universal de la naturaleza es el equilibrio. Pero, las formas que tiene de lograrlo con frecuencia pueden ser estrambóticas.

Rayos y relámpagos no son otra cosa que el modo de encontrar balance. Una forma de disipar la acumulación de energía. La feroz batalla que se produce sobre las aguas del Lago de Maracaibo no es más que un método para encontrar la tranquilidad. Pero, ¿cómo surge este desequilibrio?

El sol del trópico no cesa ni un minuto en su faena de calentar la superficie del lago, evaporando el agua y la cargándola de electricidad. Ese aire húmedo queda a merced de los vientos alisios que soplan desde el noreste y lo empujan hacia el noreste. Allí, atrapado por los aires fríos que bajan de la Cordillera de Mérida y la Serranía de Perijá, obligado a ascender y colisionar con el aire frío de las montañas; se condensa en nubes de vapor. Dentro de las nubes ocurren a su vez un montón de desequilibrios.

Ahí llegaremos más tarde. Ahora mismo acabamos de terminar de comer. Una cena perfecta para la dieta de cualquiera, pescado fresco y plátano a la parrilla, junto con ensalada de aguacate y tomate. Con la barriga llena es hora de ocupar los aposentos.

Alan tiene un pequeño palafito en Ologá, un pequeño pueblo de agua, mucho más sereno que Congo Mirador. Casi como último vestigio de lo humano, antes de que la selva y el río lo tomen todo. Además de mucha agua, dispone de una pequeña lengua de tierra que será nuestro palco de hoy. Eso es lo único que importa, ese es el verdadero lujo. Quien quiera descubrir este lugar, deberá saber que los lujos son superfluos y le tocará compartir cuarto junto con otras siete personas.

Los australianos toman una litera para ellos, hacen una suerte de casita de sábanas y toallas. Sin embargo desde fuera se puede entender rápidamente que están descargado fotos a sus dispositivos electrónicos. El grupo de venezolanas prepara trípodes, lentes, disparadores, controles remotos y cámaras. Su misión es atrapar la fosforescencia de un relámpago. Tuk pasea por los alrededores y yo me siento a ver el cielo.

Mirar un cielo verdaderamente estrellado suele ser una suerte de experiencia mística y aunque no crea en Dios, basta subir la mirada para comprender por qué otros pensaron que existía. El cielo de Ologá es una criatura extraña. Por un lado es tan diáfano que casi se puede apreciar uno de los brazos de ese espiral llamado la Vía Láctea y por el otro, a lo lejos, como guerreros, se dejan ver las torres de nubes haciéndose cada vez más grandes. Y, ¿qué pasa dentro de las nubes?

La génesis de un relámpago es la separación de las cargas eléctricas en la nube: la negativa se acumula en la parte inferior, mientras que la positiva lo hace en la superior. Cuando la carga negativa crece lo suficiente para vencer la resistencia eléctrica del aire -que sucede a unos 18.000 voltios-, un flujo de electrones empieza a descender de la nube, zigzagueando hacia la tierra o de una nube a otra. Mientras contemplo el cielo, esa fuerza atronadora está gestándose al interior de las nubes.

Durante la calma que precede a la batalla vamos a dar un paseo nocturno. Alan, antes conocido como “Alan Conda”, decide ir a cazar serpientes. Me armo de valor, me monto en la lancha y lo acompaño. Por fortuna solo encontrará un lindo reptil verde fosforescente. Regresamos. Mientras los demás duermen, me quedo con los lancheros a esperar el relámpago.

Veo, siento, cómo poco a poco se acerca la tormenta. Las nubes son cada vez más altas. El aire nos golpea con una densidad desconocida. Y poco a poco, a lo lejos, empieza el espectáculo. Primero uno, luego dos, entonces son muchos. Cada uno de ellos con la potencia de un millón de bombillos de cien voltios.

Aquí estoy sentada al borde del Lago solo para ver los destellos. Para sentir en la retina el fulgor que produce una descarga eléctrica. Muchas, una tras otra, todas a la vez.

Para ver cómo se hace la luz en la oscuridad.

Walter de María, estés donde estés: No te llevo nada.

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