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La Patagonia: El fin del mundo es un lugar (I Parte)

2 septiembre, 2015
Por: Ana María Khan / Fotografías: Carlos Miller y Jaime Borquez

Un recorrido por los hielos de la Patagonia chilena a bordo de un crucero de lujo, el Skorpios. Cinco días para asomarse a las maravillas de los fiordos chilenos: Glaciares, Condores, focas, hielo, silencio, noche negrísima y mucho pisco 

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I

Supongo que sí, estuve en la Patagonia. Si de geografía se trata, no tengo otra respuesta. Pero si me preguntan, si de verdad me preguntan, no sé bien cómo responder. Apenas recuerdo las estepas, la visión breve pero certera de los gauchos arriando un rebaño de ovejas. Si me preguntan con cuidado, de manera contundente, diré entonces que no. Poco vi de la patagónica rebelde donde sólo es posible orientarse observando la dirección del pasto para poder seguir al viento.

II

Han pasado casi cuatro horas desde que salí de Santiago. Es hora de abrigarse, en el avión un señor sostiene que mi chaqueta no será suficiente para lo que se avecina. “Sabe, en Punta Arenas a veces amarran cuerdas en las casas para que a la gente no se la lleve el viento”. Miro mi chaqueta y siento nostalgia por mi abrigo tan bien arropado en la bodega del avión.

-¿Qué va a hacer usted en la Patagonia? –me pregunta mi vecino de asiento preocupado como está por mi liviano guardarropas.

-Voy a Puerto Natales a un crucero –respondo intentando espiar algo por la ventana.

-¿A Skorpios?

-Sí, justamente a Skorpios.

-Entonces tendrá usted un gran viaje. Es de lo mejor que se puede hacer en la Patagonia. Va a ver usted los glaciales. Espero la lleven a las Torres del Paine. Es de lo más bonito que tenemos en Chile. Es un lugar mágico, ¿sabe? Espero que le toque un día con sol. Ah, le sugiero comprase un par de guantes y unas orejeras.

El aeropuerto de Punta Arenas es pequeño y blanco. A lo lejos se ve el mar. A los distraídos nos avisan que no se trata del océano. El agua, que vimos desde el avión, no es otra cosa que el Estrecho de Magallanes. Justo en frente está eso que llaman La Tierra del Fuego. El mundo al parecer, aún, no se acaba.

III

“Yo buscaba trenes y encontré pasajeros”, escribió Paul Theroux en su libro El gran bazar del ferrocarril. Tomó un día un tren en Boston y no dejó de estar en uno hasta que llegó a la Patagonia. En el camino se montó en el Jorocho de Veracruz, en la Bala de Balboa; conversó con Borges y probó las venturas –y desventuras– del subte bonarense. Viajaba casi sin equipaje y sin planificación. Justo estoy viviendo lo contrario: llevo una maleta enorme y un itinerario preciso. Pero como Theroux, puedo decir: “Me monté en un crucero y encontré pasajeros”.

Skorpios III tiene capacidad para 110 pasajeros, zarpa entre los meses de septiembre y mayo. Los domingos en la madrugada recorre 600 millas hacia los glaciares del sur y para ello navega a través de los fiordos y canales enfrentándose a un paisaje sobrecogedor e inexplorado. Cuenta 48 cabinas, música, un minibar bien provisto y barra free todo el trayecto. Su promesa básica: llevar a sus pasajeros, en medio del mayor lujo posible, a 200 metros de los glaciares.

Esta es la ultima travesía del barco antes de que llegue el invierno. A bordo estamos cerca de 70 personas más una tripulación que no debe sobrepasar la treintena. Entre los pasajeros destacan uno de Medellín (es el mayor de todos, con 94 años), y uno de México, Marcos, (el más pequeño, con ocho años). Hay también dos adolescentes de Monterrey con bufandas de colores, una pareja de australianos que noche a noche llenarán con más disciplina que un chino planchador un cuaderno viajes, un cirujano brasilero haciendo las veces de periodista, una chica uruguaya que no tomará mucho porque está mal del estomago, un bogotano acompañado de una chica tan linda que parece reina de belleza, una reportera de TV Globo con camarógrafo y muchas personas de California. Entre ellas Martha, una abuela de Sausalito que me cuenta, mientras devora con fruición el cordero patagónico (dicen que es de los mejores del mundo): “Vivo de crucero en crucero, me cuesta igual que una buena casa de retiro con una diferencia: aquí no me siento sola, como lo que me da la gana, bebo lo que me da la gana y hay un medico a bordo”. Inteligente decisión ¿no?

IV

“Todos necesitan del acicate de una búsqueda para vivir; para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño”, contaba Bruce Chatwin, el más conocido de los viajeros modernos. Considerado uno de los mayores expertos en arte impresionista de la casa de subastas Sotheby’s en Inglaterra, tuvo que abandonar su oficio por problemas de vista. “Ha estado mirando los cuadros demasiado cerca, ¿por qué no los cambia por horizontes más amplios?”, le dijo su médico y se marchó a Sudán, se hizo reportero y empezó a escribir. Un día envió un telegrama a Magnus Linklater, el director del Sunday Times: “Me marcho a la Patagonia”.

Iba al sur a la caza de un recuerdo infantil: tras el pedazo de piel de un animal prehistórico extraviado en la vitrina su abuela. Un trozo de animal que lo perseguía en sus noches infantiles. Un pedazo del animal que, según cuenta la leyenda, no entró en el Arca de Noé y se ahogó en las aguas fatales del diluvio. Chatwin lo que buscaba era llegar a los confines de sí mismo, a través de un perezoso gigante: un mamífero del cuaternario, procedente de Chile y cuya cueva es una de las grandes atracciones de Puerto Natales (además de las famosas Torres del Paine). El viaje a los confines del mundo resultó más tarde su primer libro.

Chatwin tenía un acicate. Yo no tengo ninguno. Ver, tal vez. Entro en la cueva del Milondón, sin ánimos de tomarme fotos con el animal prehistórico de yeso que está dentro de la caverna. Miro la intrincada formación rocosa del techo y diviso, a lo lejos, los últimos vestigios de la cordillera andina. El paisaje –sólo es el comienzo del viaje– es en realidad apabullante. La impresión que un hombre moderno puede tener de estos territorios, empiezo a intuir, es la misma que tendría uno del cuaternario sobre Nueva York: la de estar en un mundo irreal. Un lugar que no entiende ni le pertenece pero le asombra.

Asombrada y desprovista estoy. Dejé olvidado el cargador del Ipod, la cámara se quedó en casa y los teléfonos celulares no tienen señal. Estoy sola. No existe ningún adminículo tecnológico que asista a mi distracción y mientras todos procuran una imagen más para la posteridad, mi única opción es el simple estar.

“Ese lugar cambió mi vida”, me contó Eva, una periodista chilena en medio de unas Machas a la parmesana en Santiago. “Es un sitio donde vas a encontrarte contigo y con el todo”. El Paine es una impresionante formación rocosa que emerge en medio de la pampa. Su pico más alto llega a los 3.000 metros y las famosas torres no bajan de los 2.000. Hay quien llega caminando a sus bases, nosotros lo divisamos todo desde la cómoda paz de un autobús de lujo que es una suerte de realidad virtual. Aquí dentro nada te afecta.

Una visión, sin embargo, me exalta. Un animal parecido a un avestruz. Es un Ñandú. Creí que sólo existían en los libros de colegio y los diccionarios. La vida todavía me sorprende, pienso agradecida. Tal vez y sin saberlo, un Ñandú era mi acicate.

V

Don Constatino Kochifas tiene 75 años. Lleva, por lo menos, 50 de ellos casado con Doña Mimí. Él es el capitán del barco. Es el dueño de Skorpios y, también, uno de los hombres más conocidos de Chile. En cuarto grado en vez de caminar hasta la escuela llegó al vivero de mariscos donde trabajaba su padre. Abandonó los estudios para ayudar en la economía familiar. Con el tiempo volvió a los libros, o más bien, los libros a él. Estudió mecánica de motores diesel por correspondencia en sus ratos libres. Y a punta de puro entusiasmo creó lo que hoy es una de las navieras más importantes del cono sur e inventó el turismo en los canales de la Patagonia chilena. Su voz, en medio de sonidos de pajaritos y un atisbo de tango, despierta a los pasajeros cada mañana.

Pero hoy no es él lo que me despierta. Algo golpea el barco, lo hace una y otra vez. Miro por la ventana, tardo un rato en entenderlo. Es el hielo. Miles y miles de pedazos. Uno tras otro, lentamente van chocando contra la proa en el largo recorrido que los lleva hasta el mar. A lo lejos, se ve una enorme pared azul, una inmensa, enorme pared azul. Es un glacial, el primero de todos. Me levanto, me baño, me abrigo y salgo a cubierta.

Aquí todos están eufóricos. Sonríen, se abrazan, disparan el obturador. Graban en video. La tripulación dice que tenemos una suerte única: hay un sol casi tropical. “En otoño casi nunca sale y las temperaturas suelen ser más bajas”, me cuenta uno de los camareros. Aquí estoy con el cabello mojado mirando por la borda una masa de hielo de tamaño inconmensurable y de edad milenaria. Estar frente a un glacial es un sentimiento doble: por un lado está la emoción infantil de tener en frente un helado gigante y por otro, como una aguja en el zapato, aparece uno de los grandes terrores del hombre moderno: el calentamiento global. ¿Qué pasará si toda esta agua se derrite?

El glacial Amalia tiene cerca de un kilómetro de ancho y es un montón de merengue que desciende de las montañas. Don Constantino hace del arribo al glaciar todo un espectáculo: se enfrenta a los icebergs, choca contra ellos, pasa cerca muy cerca del glacial y todos escuchamos como se precipita el hielo a las aguas. El seco y solitario ruido del hielo antes de irse al mar. Cuando está a punto de terminar la visita, aparecen los camareros. Los que olvidamos el desayuno notamos, repentinamente, que se ha abierto la barra. Son las once de la mañana.

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